¿Es Posible Sentir Confianza y Vivir en un Mundo Hostil?

Cuando alguien irrumpe en nuestra casa, husmea entre nuestras cosas y elige, como quien está en un almacén por departamentos, qué le gusta y qué se llevará al sólo precio de vulnerar las medidas de seguridad que habíamos dispuesto para evitar intromisiones groseras y abusivas nuestra confianza se viene al piso. La sensación que se experimenta oscila entre la impotencia, la ira y el temor.
¿Volverán a robar? ¿Qué datos privados conoció? ¿Porqué no estuve allí? ¿Podría haber evitado aquello? ¿Para qué sirve tener vecinos? Preguntas inútiles que sólo sirven para hacer que repasemos una y otra vez aquel "presentimiento" que tuvimos y al que no le prestamos suficiente atención, para seguir lamentando la pérdida de objetos de inestimable valor sentimental (e importante material) y reconocer que lo peor de todo es perder la confianza en que nuestro hogar, sitio de refugio y descanso, no es un castillo donde podemos estar a salvo de los sinistros del mundo y la maldad de algunos pseudo-humanos que viven, como sanguijuelas, a expensas de otros.
Es claro que no podemos recomponer los trozos de la tranquilidad que nos quitaron para que quede todo como antes, del mismo modo que no podemos reconstruir los vidrios rotos de una ventana que, por la fuerza bruta, se convirtió en puerta para un malhechor. Nada queda intacto, es como adivinar en cada cosa que no fue extraída la mancha de unas manos infames que ensuciaron el cuidado, devoción y trabajo con que cada objeto ocupa un lugar en ese espacio que apropiamos y al que quisimos imprimir nuestra huella. Lo que también resulta claro es que pasado el impacto del primer momento es necesario hacer el duelo por las pertenencias perdidas, repitiendo con el paciente Job: "El Señor ha dado; el Señor ha quitado. ¡Bendito sea el nombre del Señor!"
Quizá eso, la certeza en que Dios provee, hace más llevadera la afrenta pues persiste la fe en obtener nuevamente parte de lo arrebatado mediante el trabajo honrado (o la generosidad de personas allegadas) mientras que se fortalece también la convicción de que cualquier beneficio derivado del daño que nos inflingió el usurpador, cual sea su identidad, resultará tan efímero que mal habrá de justificar las consecuencias penosas que deberá asumir por su acto. Otras cosas no se recuperarán pero permaneceran en nuestra memoria como tesoros, donde ni el ladrón ni la polilla tienen acceso, donde la esencia de aquellos objetos permanecerá mediante el recuerdo nítido del instante que los recibimos de manos de un ser amado o de la satisfacción al adquirirlos después de buscar o ahorrar largo tiempo.
Así las cosas, puedo decir que es posible confiar, ya no en medidas de seguridad ni en la humanidad en general, pero sí en que hay personas que dan a otras de sí, de su tiempo y de sus recursos como muestra de amor y esos gestos son los que perduran; hay quien brinde consuelo y fortaleza en medio de la incertidumbre. Es necesario confiar en que nuevos esfuerzos traerán nuevas recompensas, en que los tropiezos nos hacen más fuertes y que, pase lo que pase, mi tranquilidad no depende tanto de esquivar los perjuicios causados por los hombres como de saber que Dios nos cuida y nos sostiene.

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